Relato de una persona que se encuentra en necesidad extrema.
Por Mag. Liz Correa Bracho, autora invitada
Sentado en una silla de ruedas, un hombre respira con dificultad, esperando la asistencia médica. Me acerco y le pregunto qué le pasa, él levanta la mirada con dificultad y responde en guaraní: —Añeñandu vaíeterei (me siento muy mal).
Lo llamo Apolonio Fernández (nombre ficticio), tiene 45 años, está casado y tiene hijos aun menores. Fue detenido, hallado culpable y condenado a 5 años de cárcel por hurto. Hoy, está aquí sentado en el departamento de sanidad de la Penitenciaria de Tacumbú. En este departamento se atiende a las personas privadas de libertad cuando le aqueja alguna enfermedad.
Como Trabajadora Social intenté seguir haciéndole algunas preguntas. Aunque se veía muy débil, hacía el esfuerzo por contestar. Me interesaba saber más de él: ¿Se alimentaba bien? ¿Recibía los cuidados mínimos? ¿Recibía visitas? ¿Alguien estaba velando por su proceso judicial? Solo se limitó a asentar o negar a mis preguntas con la cabeza.
Unos 30 minutos después, unos encargados de sanidad lo acuestan en una camilla. Apolonio cada vez respira con mayor dificultad. Me acerco nuevamente a él y le pregunto si puedo contactar con algún familiar: —con mi esposa —dijo Apolonio. Me limito a decirle que aguante un poco más, que en breve lo van a trasladar a un sanatorio. Apenas termino de hablar, Apolonio me agarra del brazo, me mira a los ojos y me dice: –Che ja ahátama (yo ya me voy). Sin saber que decir, me paralizo y me quedo en silencio, sin saber qué hacer. Apolonio me sigue mirando a los ojos y lo único que sale de él son unos dos suspiros profundos y luego nada. Apolonio falleció; se ha ido, tal como me lo dijo.
Lo que se me cruzó por la mente en aquel instante fue la figura de un capellán, pastor, consejero o sacerdote. Hubiera sido tan importante tal presencia en aquel momento. Como Trabajadora Social, sé el rol y la función profesional que debo cumplir y lo hago con mucha responsabilidad y tesón. Pero en aquella situación me sentí poco útil. No contaba con las herramientas necesarias como para sobrellevar o ser de contención, en aquel instante en que Apolonio dio su último suspiro.
Esta situación me llevó a pensar, que nuestra formación académicamente es muy importante, pero que solamente Dios puede darnos las herramientas necesarias para afrontar ciertas situaciones que no se encuentran en los libros ni las puede explicar la ciencia. A diario me enfrento con estas y otras historias de vida que me siguen haciendo reflexionar sobre mi rol profesional y por qué Dios me haya puesto en este lugar.
Por lo general, las cárceles y los sistemas penitenciarios son relegados por la ciudadanía. Aunque los sistemas y los lugares penitenciarios aparezcan en algún presupuesto y obviamente en Google Maps, son las personas privadas de libertad, las que son completamente olvidadas. Se habla de una mala infraestructura penitenciaria o de la construcción de más cárceles como solución a un problema social que ha existido siempre. Es un problema muy complejo y poco abordado por personas, o instituciones tanto educativas como eclesiales. Somos muy rápidos en juzgar cuando a una persona se la encuentra culpable por haber “fallado o transgredido alguna ley”, por decirlo de alguna manera; ¡y solemos hasta decir en voz alta: “¡esa persona se merece ir a Tacumbú sin ningún proceso judicial!”.
¿Tacumbú o la cárcel? ¿Es ésta realmente la solución? Las cárceles tienen el objetivo de reeducar/reinsertar a una persona a la sociedad, luego de haber estado privada de su libertad. Como literalmente se puede oler hasta en las afueras de las penitenciarías, estos objetivos no se cumplen, ni por asomo. Ni siquiera están en alguna agenda política del gobierno de los mandatarios de turno.
Pasado los días, supe que la esposa y los hijos de Apolonio iban a una iglesia evangélica, aguardando la salida de la cárcel del esposo y padre, ya que estaba por quedar en libertad. ¿Podría haber hecho algo esta congregación para paliar la estadía carcelaria de Apolonio? No quisiera culpar a la iglesia, sino llamarnos a pensar, que quizá deberíamos formarnos para situaciones de cuidados paliativos o extender nuestras iglesias u obreros a instituciones olvidadas y poco atendidas. No es una acusación, sino un llamado de auxilio. Nuestro aporte, tan pequeño que sea, puede cambiar nuestra realidad, y la de los muchos Apolonios que ya estuvieron y estarán en Tacumbú u otras penitenciarías.
Nuestro sistema penitenciario resulta obsoleto cuando pensamos en la restauración integral de una persona privada de libertad. Las cárceles no son alternativas de mejoramiento social, mucho menos espiritual. La iglesia en este sentido también podría hacer más: Un ejemplo sería capacitar a capellanes, para trabajar en este contexto, conociendo la realidad de exclusión en que viven estas personas y la necesidad de ser contenidos y ayudados. Ojalá podamos decir un NO firme a la justicia meramente punitiva. Y un SI firme a la justicia restaurativa, una que apunte a la restauración personal y espiritual.
(Aquí un informe de seguimiento del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, sobre la penitenciaría: Info03_16.o. O haga clic aquí)
La iglesia no está limitada a sus 4 paredes donde están los buenos músicos en la alabanza, puesto el aire acondicionado a 24ºC, personas bien vestidas y con agradable aroma. Iglesia también se puede hacer con personas que han perdido su dignidad, con dolor, con mal olor y tal vez no solo muriendo físicamente, sino aquellos moribundos emocionales y espirituales que pululan en las cárceles. Olvidamos que Jesús nos enseña a estar con los más necesitados, con los excluidos; él lo hizo. Este es mi llamado a la iglesia: ¡Salgamos pues de nuestra comodidad y cumplamos con nuestra misión!
Por último, como seres humanos, nunca olvidemos que tenemos una historia y una cultura que en parte nos formó; no todos nacimos en los mejores hogares. Dejemos de juzgar tan rápidamente a los que han sido hallados culpables ante la justicia. Jesús nos ha enseñado a ser humildes, tengamos el estilo de vida de nuestro gran maestro Jesucristo, el cual vino para servir a los demás y no ser servido él.
A toda la Iglesia del Señor Jesucristo: siempre hay un Apolonio, sea en su silla de ruedas o no, que está dispuesto a recibir calor humano, solidaridad y amor. Tal vez solamente para partir en paz de esta vida tan sufrida. Pero también podría ser para salir en libertad y encontrarse con una nueva familia espiritual en nuestra sociedad. A veces me pregunto: ¿Quién parece estar realmente en la silla de ruedas? ¿Los Apolonios o los que dicen ser cristianos? Como profesional, estas experiencias me tocan el corazón fuertemente. Y el fervor que siento y la incapacidad de solucionar nuestra lastimosa injusticia social, me llevan a llamar a todos los que siguen a nuestro Señor Jesucristo, que le vengan a visitar y ayudar en la cárcel.
Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
Mateo 25:35-36
Por Mag. Liz Correa Bracho, autora invitada